Hace poco más de un año, el mundo se enfrentó a una pandemia global como ninguna otra en más de un siglo. Había muchas incógnitas e incertidumbres sobre cómo se propagaría el virus y cómo afectaría a las personas. El virus obligó a cambiar nuestra forma de vivir, trabajar, comportarnos y reunirnos. Aprendimos nuevos términos como «distanciamiento social», «inmunidad colectiva», «súper contagiador» y «refugio en el lugar». Añadimos a la vida de la iglesia prácticas como la cuarentena, el uso de cubrebocas, la desinfección de superficies, la desinfección de manos y el aprendizaje vía Zoom. Los sistemas de salud fueron puestos a prueba, las industrias sufrieron, se eliminaron millones de puestos de trabajo y el malestar social aumentó. Los niños se vieron obligados a asistir a clases en línea, las familias quedaron aisladas y sus seres queridos fallecieron.

Como tantas otras, la Iglesia del Nazareno ha sentido ampliamente el impacto del COVID-19. Sin embargo, en medio de los grandes desafíos, volvemos a recordar las palabras de Jesús: «edificaré mi iglesia» (Mateo 16:18). El reformador protestante Theodore Beza dijo: «A la iglesia de Dios le corresponde recibir golpes en lugar de infligirlos, pero es un yunque que ha desgastado muchos martillos». Incluso cuando la iglesia ha recibido los golpes del virus, se nos ha recordado que Dios es fiel y que la iglesia es resiliente.

A la luz de estas realidades, la Junta de Superintendentes Generales ha reflexionado en oración sobre las características de una iglesia pospandémica. Aunque algunas cosas han cambiado claramente y quizá nunca volverán a ser las mismas, también reconocemos que las cosas que primero se percibieron como obstáculos, por la gracia de Dios, ahora se han convertido en oportunidades y puertas abiertas para que nuestra misión se renueve y perfeccione. Una cosa podemos decir con certeza, que este año se ha reafirmado la verdad eterna de que la iglesia no es un edificio: la iglesia es un pueblo. La iglesia está ahí donde está el pueblo de Dios, de manera individual y colectiva.

Se ha planteado la cuestión del «reinvolucramiento» de la iglesia en un mundo pospandémico. Creemos que es importante empezar cualquier discusión sobre el reinvolucramiento diciendo que, aunque la pandemia puede haber restringido nuestras reuniones, no ha «cerrado la Iglesia». No estamos «reabriendo la Iglesia» porque la Iglesia no se ha cerrado en ningún sentido. De hecho, la Iglesia se ha adaptado creativamente de muchas formas para cumplir nuestra misión de hacer discípulos semejantes a Cristo en las naciones. El Espíritu Santo ha guiado fielmente a nuestros pastores, superintendentes, líderes misioneros y laicos hacia la innovación y la adaptación que han catapultado a muchas congregaciones nazarenas a clarificar sus valores y ministerios centrales viendo más allá de los ministerios «tradicionales» que están atados a los edificios físicos. Para la gloria de Dios, lo que primero se consideró como una interrupción, ahora es una dispersión.

Como las restricciones del COVID-19 están disminuyendo en varios lugares, creemos que las cuestiones de reinvolucramiento pertenecen principalmente a la koinonia en el culto de adoración presencial, el discipulado y el compañerismo. Los indicadores de cuándo volver a reunirnos en actividades presenciales deben basarse en un equilibrio del contexto de la iglesia local, las respectivas normas de los departamentos de salud y las directrices de las autoridades locales. Al evaluar cómo volver a reunirnos en el culto, el discipulado y el compañerismo presencial, las siguientes consideraciones pueden considerarse como guías útiles, no como enfoques prescriptivos

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Tomado de: nazarene.org