Él no nos dejará heridos

La difícil tarea de la fe encarnada.

BECA BRUDER

Se abrirán entonces los ojos de los ciegos
y se destaparán los oídos de los sordos;
saltará el cojo como un ciervo,
y gritará de alegría la lengua del mudo.
Porque brotarán aguas en el desierto
y torrentes en el sequedal.
La arena ardiente se convertirá en estanque,
la tierra sedienta en manantiales burbujeantes.
Las guaridas donde se tendían los chacales
serán morada de juncos y papiros.
– Isaías 35:5-7

No es fácil habitar nuestro cuerpo y confiar en la obra del Espíritu al mismo tiempo. La enfermedad, la discapacidad y el abuso forman parte de nuestra realidad, y se apoderan urgentemente de nuestra atención. A menudo, nuestra mente se llena de pensamientos vertiginosos, obsesionados con nosotros mismos, y nuestros propios males monopolizan nuestra atención.

Queremos alivio: un lugar donde nuestras almas resecas encuentren agua; donde podamos superar las limitaciones de nuestros cuerpos. Clamamos por rescate y pedimos venganza por las injusticias que han sufrido nuestros cuerpos. Esperamos ver a Cristo en manantiales brotantes, pero nos distraemos con la arena ardiente bajo nuestros pies.

El profeta Isaías reveló la promesa de Dios en el lenguaje de la sanidad. Sí, el Mesías traerá la paz espiritual, pero no pasará por alto los cuerpos heridos de los redimidos. Él nos guiará a Sion con alabanza y nos conducirá al brillante amanecer de nuestra esperanza. Él no nos dejará heridos.

Aunque conocemos la promesa, somos propensos a errar, siguiendo nuestro propio camino de incredulidad. La redención de Cristo toma a menudo una forma distinta de la que imaginábamos, y nosotros, como Juan el Bautista, nos preguntamos si hemos de esperar a otro rey. ¿Acaso pusimos nuestra esperanza en la persona equivocada? ¿Tal vez no es quien creíamos que era? Anhelamos que llegue nuestro rescate, y que traiga consigo un cambio tangible a nuestra realidad. La respuesta de Jesús a la pregunta de Juan va en esos términos: «Los ciegos ven, los cojos andan, los que tienen alguna enfermedad en su piel son sanados, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncian las buenas noticias» (Mateo 11:4-5).

Él es la salvación que profetizó Isaías. La sanidad que sale de su mano atestigua su divinidad. Israel esperaba la venida de un Salvador que sanaría los quebrantos tanto físicos como espirituales. Esa esperanza se hizo realidad en el nacimiento de un niño. Sus milagros durante su estancia en la tierra fueron los primeros signos de esa tan esperada sanidad. Y, sin embargo, seguimos esperándolo, desgarrados y frágiles.

En lugar de dejar que nuestra debilidad desaliente nuestra devoción, levantamos los ojos llenos de expectativa hacia Aquel que puede salvar. Esta temporada, haremos eco de las esperanzas del antiguo Israel cuando cantemos: «Oh ven, oh ven, Emmanuel». Llegará un momento en que la totalidad de esta profecía será nuestra realidad. Caminaremos por el camino santo con los redimidos. El gozo y la alegría eternos estarán sobre nuestras cabezas, y todo dolor saldrá huyendo.

Hasta que eso suceda, recordamos al niño nacido en Belén, que vino a abrirle los ojos a los ciegos y a anunciar las Buenas Nuevas a los pobres, y que volverá para reunir y salvar al pueblo de Dios. Él traerá la retribución divina por los agravios y la sanidad de nuestras heridas, y entonces seremos restaurados. «Digan a los de corazón temeroso: “Sean fuertes, no tengan miedo. Su Dios vendrá…”» (Isaías 35:4).

Reflexiona

1. Las palabras proféticas de Isaías y el ministerio de sanidad de Jesús, ¿cómo nos reconfortan y nos dan esperanza en nuestras propias luchas contra limitaciones físicas, enfermedades o injusticias?

2. ¿Cómo podemos animarnos unos a otros a permanecer firmes y fuertes en la fe, a pesar de las pruebas y los desafíos que afrontamos?

Beca Bruder es jefa de redacción de la revista Comment.

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